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AL SALIR DE CLASE
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En mi clase éramos treinta y siete niños. Como en casi todas las clases había un par de niños muy inteligentes, un par de niños muy tontos, y una gran mayoría de niños que entrábamos dentro de los parámetros normales de inteligencia (esquizofrenia exclusive).

Llegó un buen día al colegio un profesor nuevo, joven, con ganas de comerse el mundo, posiblemente uno de los pocos profesores vocacionales que he conocido. Se llamaba Ferrán y le fue asignada la clase a la que yo pertenecía.

Empezó este profesor el curso con tanta ilusión como escasa dosis de realismo en lo tocante a nuestra capacidad de aprehensión. El hombre se esforzaba, no lo niego. El hecho cierto, empero, es que las clases del profesor Ferrán tenían un nivel que sólo podían seguir los dos niños muy inteligentes de mi clase.

Resultado de la primera evaluación: 2 niños aprobados, 35 suspendidos.

Con la lección bien aprendida –valga la paradoja- el profesor Ferrán decidió con vistas al segundo trimestre bajar el listón de exigencia, ajustándolo a la capacidad de los niños normales de la clase. No obstante, para una buena parte de la “clase media” del aula ya era demasiado tarde, puesto que con el trimestre de retraso que la mayoría llevábamos habíamos perdido la capacidad de asimilar conceptos.

Resultado de la segunda evaluación: 17 aprobados, 20 suspendidos.

Hasta que por fin –ya iniciado el tercer y último trimestre- el profesor Ferrán dio con la clave para convertirnos en estudiantes de provecho.

- Vamos a ver – nos preguntó el profesor - ¿Quién es a vuestro juicio el más tonto de esta clase?
- Hinojosa, profesor – respondimos al unísono, provocando que el aludido se despertara súbitamente.
- Muy bien. Pues en lo sucesivo, señor Hinojosa, usted marcará el ritmo al que avanzarán las clases. Cualquier cosa que no entienda, levante el brazo y se la explicaré las veces que haga falta, ¿Me ha entendido?
- Er…¿Qué es un sucesivo?

Al acabar el curso los listos se habían vuelto normales, los normales tontos y los tontos tontos de remate (uno se hizo hasta abogado), pero eso sí, aprobamos todos.

- Y si divide su edad entre cuatro, ¿cuánto le queda?
- Déjeme pensar, señor Ferrán….20 dividido entre cuatro…¿es una pregunta trampa?

Y cosas así.

Otros colegios, envidiosos de nuestro éxito académico, quisieron imitar el sistema, pero sin que sus alumnos consiguieran alcanzar ese grado de excelencia en la estupidez que gracias al método del profesor Ferrán obtuvimos nosotros.

Poco antes de acabar mis estudios (orden de alejamiento incluida) el profesor Ferrán nos comunicó que se marchaba del colegio. No nos quiso decir a dónde se iba, así que supusimos que se había vendido a la competencia (esos pijos insufribles de los maristas).

El caso es que la semana pasada me lo encontré casualmente por la calle. Tras reconocerme él y darle alcance yo nos tomamos un café y hablamos de nuestras cosas.

La verdad es que le va bien: está casado con una mujer preciosa, tiene dos hijos y un buen trabajo como director de programas de Telecinco.
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EL MATRIMONIO: ¿ES COSA DE HOMBRES? (y II)
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Nos preguntábamos en el capítulo anterior: ¿Era necesario inventar el matrimonio?

La respuesta es: Ni de coña.

Porque vamos a ver: hay cosas, usos e instituciones que se integran de manera natural y consuetudinaria en la vida de las personas con el paso de las generaciones; son las típicas novedades a razón de las cuales –una vez conocidas o instauradas- uno se pregunta cómo se las arreglaba la gente antes de que existieran (las vacunas, los ordenadores, la electricidad, las pinzas de depilar…). El matrimonio, obviamente, no es una de esas cosas. Dudo seriamente que en un inconcreto periodo pseudohistórico una turbamulta de humanos saliera de manera espontánea a la calle reclamando de sus legisladores la inmediata regulación de las relaciones copulativas (por así llamarlas) en el sentido de incentivar desde los poderes públicos la monogamia, la presunción de paternidad y las camas de matrimonio (por aquella época conocidas como camas grandes).

Es cierto que el matrimonio como institución ya existía en la antigua Roma (como el habeas corpus, el caudal relicto, la esclavitud, el cunilingus y los tortelinis al pesto), pero el matri-monium romano perseguía básicamente establecer a priori la filiación respecto del hombre casado de los hijos que nacieran de su esposa a los efectos jurídicos de que éstos pudieran heredar los apellidos, títulos y patri-monius de aquél, y los filius presuntus supieran en definitiva a qué ciudadano romano debían pedirle prestada la cuadriga para el fin de semana.

Como pueden ver, de ahí a las películas de Meg Ryan y otros relatos media un abismo.

Durante siglos el matrimonio sirvió para forjar alianzas, imperios y linajes. La gente se casaba y fornicaba (a veces incluso con la persona con la que se casaban) y nadie pretendía de la susodicha institución cosas extrañas como la fidelidad o el Contigo Pan y Cebolla (el CPC).

Pero entonces llegó Walt Disney…

Y con él Blancanieves, la Cenicienta, la Bella Durmiente…

Y los príncipes azules.

Que digo yo que, a todas éstas, ser príncipe en aquella época debía ser un no vivir (sobre todo si eras azul)

- Príncipe. Que han venido a palacio a pedirle audiencia unos enanos…
- ¿Y qué quieren los enanos? ¿Que les baje los impuestos? ¡Ha, ha, ha, ha!
- Que dicen que hay una señorita desmayada en el bosque.
- ¿Y?
- Pues que tiene usted que seguir el protocolo habitual, a saber: besarla, casarse con ella y comer perdices, a poder ser por ese orden.
- No me digas más: se clavó un alfiler en el dedo y se quedó catatónica.
- Esta al parecer comió unas manzanas en mal estado.
- ¿Pero a qué se dedican las mujeres en este reino de fantasía, que se van desmayando por los rincones?
- Son unas flojas.
- Me paso el día besando a mujeres inertes, que parezco un pervertido.
- Por cierto, príncipe, no me llegue tarde del bosque, que esta noche es el baile y tiene usted una cita.
- Con alguien despierto, espero.
- Debo advertirle que según he oído, la dama en cuestión al llegar la medianoche se vuelve sucia y pierde los ropajes.
- Yo así no puedo gobernar.


Como decía, apareció Walt Disney y de repente a las mujeres les dio –ante la alarmante falta de príncipes en el mundo real- por convertir a un puñado de sátiros inmaduros (me estoy refiriendo al 99,99 % de los hombres) en sus particulares caballeros andantes.

…Y fueron felices…

- ¿Qué hay de cenar?
- Perdiz escabechada.
- ¿Otra vez perdiz?
- Pues el príncipe de Angelina no le pone tantos reparos.
- ¿Angelina es la que tiene un lunar en forma de estrella de seis puntas junto al pezón derecho?
- ¡Qué ruin eres! Tenía razón mi madrastra
- A esa bruja ni me la mientes.

El divorcio también se inventó en Roma (un mes después de inventar el matrimonio)

El término “divorcio” viene del vocablo latino divertere, que significa “apartarse”. Curiosamente, como algún astuto lector ya habrá deducido, la expresión “divertirse” proviene de la misma raíz, viniendo a significar algo así como “apartarse de la actividad”.

Pues sepan ustedes que el 53 % de los matrimonios se acaban divirtiendo.

Acojona, lo sé. Pero es que esto no es todo. Excluyamos de las muestras a los matrimonios que lleven más de veinte años casados.

- ¡Ah, pero eso es trampa! Los matrimonios que llevan más de veinte años casados son precisamente la prueba incontestable de que el matrimonio funciona.
- ¿Usted ha oído hablar del síndrome de Estocolmo?
- ¡Hala!

Como decía. Si excluyen de la muestra a los matrimonios con más de veinte años de casados, nos encontramos con el siguiente titular:

“Tres de cada cuatro parejas que se han casado hoy estarán divorciadas dentro de diez años”

Que habrá quien diga: “Pero merece la pena intentarlo. ¿Y si el mío sale bien?”

Totalmente respetable, oiga, pero ahora sustituya la palabra “matrimonio” por “vivienda” y “divorcio” por “derrumbe súbito”, y tenga las llaves.

En resumen: nos hallamos ante una institución antinatural, con altas posibilidades de acabar mal y de la cual es complicadísimo desvincularse. Pasando de puntillas sobre el alarmante paralelismo entre el matrimonio y las sectas destructivas, lo que es innegable es que una institución así no podría sobrevivir sin la ayuda de alguna poderosa organización a quien a su vez la misma beneficia.

Y se da el caso de que este atentado criminal contra la libertad y felicidad humana con resultado de obligaciones antinaturales y desmesurado desembolso económico sigue un patrón similar al de otros golpes con idéntico sello, a saber:

. Navidades
. San Valentín.
. El día del padre/madre.
. Bautizos y comuniones.
. El ratoncito Pérez.

Así que, como haría cualquier detective mínimamente competente cuando se produce un crimen, las preguntas que hemos de hacernos son:

- ¿Quién sale beneficiado?
- En los partidos de solteros contra casados ¿con qué equipo van los curas?
- En la película “Zampo y yo”, ¿”Zampo” es el verbo?

Y la primera de las tres preguntas nos conduce a otra:

- ¿Quién está detrás de la organización conocida como El Corte Inglés?

Seguiremos informando.
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EL MATRIMONIO: ¿ES COSA DE HOMBRES? (I)
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Contrariamente a lo que se suele pensar, la capacidad de inventar cosas no es exclusiva del hombre. A continuación les relaciono algunos de los inventos realizados por mujeres (y juro que esta lista es absolutamente cierta): Las bolsas de papel, el lavaplatos, las salidas de urgencia, la cocina, la tabla de planchar, las máquinas para limpiar la calle, los limpiaparabrisas, el corpiño, las galletas dulces y los pañales desechables.

Y el matrimonio.

Vale. No sé quién inventó el matrimonio, pero, como ha quedado suficientemente acreditado en la lista anteriormente expuesta, hay cosas que es imposible que se le hayan ocurrido a un hombre.

Porque es cierto, sí, que los hombres tenemos una innegable facilidad para inventar cosas, instituciones, conceptos y actividades inútiles con las que complicarnos la vida (los enanitos de jardín, la filatelia, los subjuntivos, la halterofilia, los impresos de pago voluntario …) , pero es que las mujeres, además, se ve que no conciben un invento que no acabe desembocando en la expulsión súbita de un chorro de agua o cuyo uso a la postre (con perdón) no acabe convirtiendo a los hombres en señoras torpes.

- ¿Y qué hago ahora con esto?
- Tíralo a la basura, ¿no ves que son desechables?
- ¿Y con el pañal qué hago?
- ¡Arturito!

Pero de todos los inventos perversos que cabe atribuir directa o indirectamente al sexo femenino, sin duda el matrimonio es el más dañino y antinatural, equiparable si acaso al genocidio y los laxantes.

Y he dicho antinatural y he dicho bien, porque –pásmense ustedes- los lucios y los barbos, sin ir más lejos, no tienen por costumbre casarse (posiblemente debido a presiones de la iglesia y de la derecha [valga la coincidencia puntual de intereses]), ni se casan los urogallos, ni los koalas, ni los calamares. El pez espada no siente la necesidad de presentar sus respetos a los progenitores de su pareja* ni los caniches hacen lista de bodas ni los berberechos se someten a un reportaje fotográfico que inmortalice para la posteridad su enlace rodeados de sus ¿snacks? más cercanos.

No, queridos lectores. La feliz idea de vincular el coito y el libro de familia se les vino a ocurrir a los humanos (que ya es mala suerte, digo yo, que no se hubieran hecho con la patente de semejante invento las aves de corral, que otro gallo nos cantaría).

Y la pregunta del millón es:

- ¿Era necesario inventar el matrimonio?

En la próxima entrega daremos cumplida respuesta a esta pregunta.

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*Vengo a pedirles la ¿punta? De su hija.
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DOS TARJETAS PARA TI
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-¡Esto es intolerable!

Tras quince minutos de tensa espera no puedo contenerme más y entro en la sucursal hecho un basilisco. Veo a lo lejos a Saray, la apoderada del banco, a quien por azares del destino siempre interrumpo cuando se halla en conversación telefónica con la policía dando aviso de la proximidad de no sé que loco peligroso que al parecer anda suelto.

- Esta tarjeta no funciona -le espeto.
- ¿Otra vez con lo mismo?. Le vuelvo a decir que su tarjeta de débito funciona perfectamente, señor X - el señor X soy yo, aunque no es mi verdadero nombre.
- ¿Y eso cómo lo sabe, señorita?
- Porque me ha obligado a probar esa tarjeta tres veces por semana durante los últimos seis años y medio, señor X. Tengo más relación con esa tarjeta que con mis hijos, señor X, conozco tanto esa tarjeta que el día que esa tarjeta tenga un problema, señor X , créame, esa tarjeta suya me llamará para contármelo.


Ante argumentos tan inconsistentes, me veo en la obligación de exigir hablar con el director.

- El director no le podrá atender.
- ¿Y eso?
- Tiene prohibido mantener contacto con humanos mientras cuenta dinero.
- ¿Para no transmitir algún tipo de virus malaje que han inoculado a los billetes de 500 y que resultaría mortal para cualquier ser provisto de alma?
- Para que no se le note la erección, más bien.
- Pues yo juraría que le he visto hacerse sitio a patadas en el lavabo de mujeres justo cuando yo entraba.
- Espere ahí, a ver.

Está anocheciendo ya cuando el director asoma la cabeza tras la puerta del lavabo.

- ¿Se fue el pirao?
- Lo tiene justo detrás.
- Vale.

Soy conducido al despacho del director. Sé que es el despacho del director porque hay dos docenas de bolígrafos y ni un sólo expediente. Cojo un sugus de una cesta de mimbre.

- Así que tenemos un problema con la tarjeta.

El uso del plural por parte del director es un matiz que no me pasa desapercibido. ¡Es un problema global!. Hago ver que no me he dado cuenta del lapsus dialéctico de mi interlocutor y asiento con la cabeza mientras trato de pelar el sugus prendiendo fuego al envoltorio.

- ¿Y en qué consiste el problema?¿No puede usted consultar su saldo en los cajeros automáticos, acaso?
- No, si consultas de saldo me deja hacer todas las que yo quiera.
- ¿Es entonces que no le deja sacar dinero?
- Sí que me deja, sí.
- Pues entonces ya me dirá usted qué es lo que no puede hacer entonces con esta tarjeta, señor X.
- Pues lo que hacen los demás clientes, señor director - le suelto, imitando su entonación engolada mientras le lanzo una mirada de inteligencia. El director se aferra a un abrecartas.
- Lo que hacen los demás clientes...
- Eso es.
- Usted me perdonará, pero no le sigo.
- ¿Es porque tengo poco saldo, o porque soy calvo, o por qué?
- ¿Quiere que le aumentemos el límite de crédito? Podríamos estudiar la posibilidad de...
- Déjese de límites. Sabe de lo que estoy hablando.
- Le juro por el tío Gilito que no.

En ese momento comprendo que lo que pretende el director es ponerme a prueba, averiguar lo que sé sobre el asunto. Decido por tanto demostrarle que tras años de observación estoy al tanto de todo.

- Pues verá usted, señor director: cuando yo introduzco la tarjeta en el cajero, me aparece un menú con una serie de opciones de navegación, tales como consulta de saldo, retirada de efectivo, donaciones a banqueros sin fronteras...
- Ajá.
- Y se da la circunstancia de que cualquiera de esas opciones implica un procedimiento parecido: te pide la clave, introduces los cuatro dígitos, haces la consulta (1 click) o indicas la cantidad que quieres retirar (no más de tres clicks), contestas sí o no a la posibilidad de imprimir la consulta/operación, y por último un click para terminar la sesión, recoges tu tarjeta, y en su caso el recibo y el dinero y sanseacabó.
- Bien explicado, sí señor.
- No hacen falta más de diez clicks para realizar las operaciones normales.- Hago un conejo con los dedos para remarcar el término "normales".
- Habitualmente no.
- Ni hacen falta más de dos minutos para realizar las operaciones normales.- De nuevo el conejo de paseo.
- No.

No consigo despegar el papel del sugus del sugus en sí. Me lo meto en la boca con papel y todo y procuro no escupir mucho con las fricativas.

- Vale. Explíqueme entonces por qué cuatro de cada cinco clientes del banco se comportan de la siguiente manera cuando usan el cajero automático:

1) Cuando le llega el turno el usuario se planta delante del cajero y permanece ahí inmóvil, mirándolo fíjamente, sin hacer nada más, sin duda confiando en que durante las cuatro horas que han transcurrido desde su último escarceo con el susodicho cajero, a éste le habrán implementado alguna suerte de artilugio de reconocimiento facial que les permita a los clientes prescindir del engorroso trámite de introducir su tarjeta de débito por la ranurita.

2)Transcurrido un determinado lapso de tiempo, a veces minutos, el usuario comprende al fin que el cajero no va a llamarle por su nombre de pila, preguntarle por sus hijos y soltarle con un guiño la pasta que necesita para echar una canita al aire en el Potorro Feliz, y que en consecuencia tendrá que dar el primer paso en esa fugaz relación hombre-máquina, y echa mano a su cartera, y de un compartimento de su cartera saca no menos de una treintena de tarjetas que empieza a barajar con parsimonia. Cada vez que coloca en lo alto del montón una nueva tarjeta, da igual si es una tarjeta de cajero, del corte inglés o la tarjeta profesional de su profesor de tai chi, el usuario mira alternativamente la tarjeta y el cajero, que en lugar de sacar dinero parece que esté cambiando cromos. Al fin -tarjeta número veintinueve del montón- encuentra la tarjeta correcta y ante la ovación cerrada de la cola que a estas alturas ha conseguido montar él solito, introduce la tarjeta en la ranura.

3) Saca la tarjeta y la vuelve a introducir porque ha introducido lo de arriba abajo.
4) Saca la tarjeta y la vuelve a introducir porque ha introducido lo de la derecha a la izquierda.
5) Saca la tarjeta y la vuelve a introducir porque como es tonto de cojones ha introducido lo de la derecha a la izquierda y lo de arriba abajo.
6) Consigue por fin el pollo introducir la tarjeta como Dios manda y dado que el usuario tiene una tarjeta de las otras -aquí va un conejo - infiero que le aparece en la pantalla un menú con posibilidades extras tales como "rellenar quiniela", "localizar un taxidermista de guardia" o "donde está Wally". Digo esto porque es materialmente imposible que ante un menú de opciones como el que me aparece a mí con mi tarjeta normal un ser humano pueda permanecer indeciso durante casi cinco minutos.
7) Tras no pocos titubeos, el usuario escoge una opción que a juzgar por el número de teclas que pulsa a continuación debe estar relacionada con la transcripción de algún códice maya, porque....

Es lo último que recuerdo. Alguien me dió un golpe fuerte en la cabeza (seguramente el loco peligroso que está buscando la policía) y me desperté dentro del contenedor de materia orgánica que hay frente a un restaurante chino.
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EL VERANO QUE DORMIMOS PELIGROSAMENTE
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Yo soy poco de salir, lo reconozco. Desde que inventaron el comercio online –sexo incluido- para abandonar siquiera unas horas mi vivienda necesito una serie de estímulos externos, tales como escuchar de manera sucesiva frases del tipo “vamos a morir todos”, “le habla el jefe de bomberos, chiflado inconsciente” y “mamá, se ha caído la conexión a internet”. En esos casos –siempre que por lo demás haga buen día- aprovecho para salir a la calle y ya de paso saco las bolsas de basura acumuladas en mi piso desde la última catástrofe.

No tengo mucha vida social, como se podrán imaginar. La última vez que me crucé con un vecino me agredió con un catálogo del Ikea y me denunció por intentar allanar mi propia casa.

- Pues si usted lo dice será el propietario del 2º-A, pero yo he nacido en esta casa y es la primera vez que veo a este sujeto, agente.
- Es usted un mentiroso, vecino. Nos conocimos el 11 de febrero del 96.
- ¡Acabáramos. El chalao de la basura!

Al no interactuar demasiado con mis congéneres, para estar al corriente de las pequeñas alteraciones que se producen en mi entorno (el final del verano, una invasión alienígena…) me veo en la obligación de deducirlas a partir de fuentes indirectas, como por ejemplo viendo la tele, navegando por internet o intentando desentrañar en qué idioma está redactado el nuevo impuesto de bienes galácticos.

Y es así como, de manera indirecta, cada año soy consciente de que se ha acabado el verano. El verano se acaba cuando dejan de pasarle cosas a las tetas de las chicas.

Como lo oyen.

Todas las cadenas de televisión sin excepción se hacen eco en sus informativos de las diferentes tragedias que a lo largo del estío se ceban con las mamas o domingas de las veraneantes. ¡Qué mala suerte tienen las pobres! Acontezca lo que acontezca –una plaga de medusas, un vertido de petróleo, una docena de cetáceos varados en la arena, una ola de calor, el alunizaje de urgencia en Benidorm de una nave nodriza, etc- el cámara se centra indefectiblemente en los pechos de todas las tías buenas de la playa.

- Y en estos momentos se abre la escotilla de la nave y asoma un ser hecho de luz, que los telespectadores se están perdiendo porque mi cámara está centrando su atención y objetivo en una talla ciento veinte huérfana de bikini cuya portadora habita dos toallas más allá.

Y no será porque no me fije, que hasta me acerco al televisor para no perderme detalle, pero en la mayoría de casos no consigo encontrar la relación entre la noticia en sí y el muestrario de apéndices mamarios que supuestamente ha de ilustrar aquélla. Vamos, que si no fuera porque me consta que para los medios de comunicación la ética y objetividad están muy por encima de fruslerías como el morbo y los índices de audiencia, pensaría que los cámaras que suelen cubrir –con perdón- estas noticias son unos salidos impresentables.

- Se hace saber a las bañistas en edad de merecer que acaba de aparcar en las inmediaciones la unidad móvil de Telecinco, razón por la que agradeceríamos se abstuvieran de ayudar a los delfines que agonizan en la orilla y, previo desproveerse de la parte superior de sus ya de por sí exiguos atuendos estivales, se desparramaran con indolencia y casual posturismo sobre sus respectiva toallas, a fin de que los reporteros encuentren material de sobra para trasladar a todo el país la tragedia que aquí y ahora está teniendo lugar.
- Y yo sin depilar las ingles. ¡Malditos delfines!

Un buen día las tías buenas desaparecen de las playas, supongo que cansadas de que les pasen cosas malas, y su lugar en los informativos lo ocupan miles de niños berreando a lágrima viva porque en lugar de romper cosas en sus casas tendrán que romperlas en el colegio. No se depriman, queridos lectores, cuando se acabe el verano. Piensen que peor lo estarán pasando los reporteros.
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Y DIOS CREO A LA MUJER (Y II)
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Llegó Eva al Jardín del Edén (antes conocido como Paraíso) y, a falta de amiga del instituto que echarse al teléfono, le dio por intercambiar chismes con la primera serpiente que encontró. (Y que nadie se me asombre: es más fácil que una serpiente aprenda a hablar a que una mujer deje de soltar chismes)

- Y me deja sola todo el día.
- Pobrecita. ¿Y cómo dices que se llama eso que él dice que hace?
- Trabajar.
- Ese te la está pegando con alguna rumiante ligera de cascos.

Hemos de reconocer, llegados a este punto, que el trabajo que Dios le tenía encomendado a Adán era rarito, rarito…

Génesis 2,19: Jehová Dios formó, pues, de la tierra toda bestia del campo, y toda ave de los cielos, y las trajo a Adán para que viese cómo las había de llamar; y todo lo que Adán llamó a los animales vivientes, ese es su nombre.

- Un burro.
- ¿Y esto?
- Un urogallo.
- Eres un crack.

El oficio más antiguo del mundo: crítico de animales.

Pero nos estamos apartando de la cuestión. El hecho cierto es que, superado el entusiasmo inicial, el interés de Adán hacia su nueva compañera había decaído notablemente. No es que Eva no le atrajese sexualmente (un tío está genéticamente programado para sentir atracción sexual hasta por una boca de riego), es más bien que al primer hombre sobre la tierra nadie le avisó de las “peculiaridades” del regalito divino.

- Imposible Adán. Te repito que soy Imponente e Infalible.
- Y yo te repito -¡oh, Dios!- que tendrás mucha experiencia montando universos y bestias del campo, pero que esta hembra de humano tiene fallos de diseño.
- Dime uno.
- Pues que habla, sin ir más lejos.
- Tú también hablas.
- Sí, pero no después de la cópula.
- Nadie es capaz de hablar después de la cópula.
- Eva sí. Y durante horas.
- Ya revisaré los planos.
- Porque lo de devolverle el sexo a los querubines...
- ¡Que me dejes a los querubines en paz, carajo!

Pero Dios, que tenía otras cosas más importantes en la cabeza –enviar plagas, exigir sacrificios de primogénitos, interceder en competiciones deportivas…- se olvidó de reparar el prototipo de mujer que le había endosado a su único trabajador. Así que los problemas de Adán no hacían más que crecer.

- Cada vez llegas más tarde a casa.
- Pues verás mañana, que empiezo con los invertebrados.
- ¿Sabes lo que opina mi amiga de todo esto?
- Tu amiga te está llenando de veneno la cabeza.
- Quiero que me demuestres tu amor.
- ¿Mi qué?
- ¿Ves aquél árbol?
- ¿El que tiene un cartelito que pone: “Arbol del bien y del mal. Al que se acerque lo escacho”?.
- Ahá.

Y el resto de la película ya la conocen: Adán y Eva comen del fruto prohibido, Dios se agarra un mosqueo sideral y expulsión al canto acompañada de castigo ejemplarizante:

- Tú, mujer, parirás con dolor (cosa que sucederá no más de seis veces a lo largo de tu existencia, y hasta que inventen la epidural). Y tú, Adán, ganarás el pan todos los días con el sudor de tu frente.
- Me pido lo de parir con dolor, jefe.
- Calla, atontao, y empieza a enviar currículums.

Y más o menos así fue la primera historia de amor de la que se tiene noticia. Luego tuvieron unos problemillas con los hijos, (lo habitual cuando tienes dos hijos que se llevan poco tiempo, que uno le mete un quijadazo a otro y lo deja seco), pero eso es otra historia.

Hasta pronto.
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PELOS Y SEÑALES
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Yo me quedé calvo cuando era muy joven.

Mi madre fue la primera que se dio cuenta de mi alopecia galopante, y se lo contó a mi padre.

- Tu hijo se está quedando calvo.
- ¿Cuál de ellos?
- El pequeño.
- Yo no lo veo calvo.
- Tú no ha visto los potitos llenos de pelos.
- Exagerada…
- …que parece un gato luego, escupiendo bolas.
- Ya me ocupo yo.

Y mi padre se ocupó, efectivamente. Creo que fui el primer niño en comer potitos con una redecilla en la cabeza.

No obstante, lo de la redecilla duró poco, básicamente porque antes de pasar a los alimentos sólidos ya no me quedaba un pelo en la cabeza y dejó de ser preciso utilizar medidas profilácticas para con mi cuero cabelludo. Eso sí, desde entonces mi rutina diaria quedó seriamente alterada.

- Y no os olvidéis de daros “dos manos” de champú.
- Sí, mamá.
- Y luego os peináis con la ralla a la izquierda, como las personas con fundamento.
- Sí, mamá.
- ¿Y yo, mamá?
- Tú lee un libro.

No son ustedes conscientes, estimados internautas, de la cantidad de tiempo que invierten en la higiene y cuidado de sus cabellos. Antes de cumplir los catorce, a lo tonto y mientras mis hermanos se acicalaban, yo ya me había fulminado las obras completas de Proust y Herman Hesse. Desarrollé así gracias a mi calvicie precoz una afición ilimitada por la lectura. Y una miopía galopante.

- Tu hijo necesita gafas.
- ¿Cuál de ellos?
- El calvo.

Hipermetropía, me diagnosticaron. Más de siete dioptrías en cada ojo. Se ve (es un decir) que intentar leer a Faulkner a través del vapor de agua emitido por las interminables duchas de mis hermanos resultó ciertamente perjudicial para mi agudeza visual. Me colocaron unas gafas con unos cristales que habrían podido resistir el impacto de un Tomahawk, de esas que además aumentan la percepción del tamaño de los ojos del que las lleva hasta convertirlos en algo parecido a dos huevos fritos asustados.

Daba gusto verme.

Ese año me matriculé en el instituto, donde mis nuevos compañeros me acogieron con gran afecto y alborozo, evitando en su comportamiento para conmigo hacer mofa de cualquier defecto físico que me hubieran detectado.

- Mortadelo, no te pongas a contraluz, que me deslumbras.

Y cosas así…

Esa dificultad de adaptación al instituto se tradujo en malas notas. La verdad es que no estaba yo para muchos estudios tratando de sobrevivir al asedio de una docena larga de matones empeñados en –entre otras lindezas- encajar mi cabeza pelona en un orinal. El jefe de estudios llamó a mi madre para ponerla al corriente de mi preocupante situación académica.

Si yo hubiera sido un chico normal, con pelo, instinto asesino y sólo dos ojos, la cosa se hubiera saldado con una bronca, algún castigo y tal vez un profesor particular. Pero al tener yo aquel equívoco e indeseado aspecto de intelectual, se ve que le rompí los esquemas al claustro de profesores. Y así se lo hicieron saber a mi madre.

- Tu hijo es superdotado.
- ¿Cuál de ellos?
- Al que no hay que descolgar del techo cada dos por tres.

Y así es como por ser calvo acabé en un internado para superdotados.

Pero esa será otra historia.




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